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Artículo de opinión

24/11/2014


La justicia universal hace temblar la Transición

Deia


La Transición política española, tan pontificada y modélica para algunos (cada vez menos, más mayores y menos relevantes políticamente), no se corresponde con la reflexión de Norberto Bobbio que asegura que “la política consiste en el ejercicio de los asuntos públicos y en público”. La Transición política española siempre fue como un iceberg en donde la parte más voluminosa y sumergida siempre estuvo preñada de poderes fácticos influyentes, presiones miliares más o menos explícitas, el intento de preservación por parte de los oligarcas de entonces y de ahora de sus intereses económicos, y otras circunstancias que no solo provocaron que no se pudieran solucionar problemas como el de la configuración territorial del Estado, que ahora está aflorando con virulencia, y otras pendientes sino que se pretendió someter a un oscuro velo de impunidad determinados crímenes cometidos por los responsables políticos del franquismo y del postfranquismo.

Algunos de los crímenes que se intentaron olvidar por mor de una mal concebida reconciliación política (como si los demócratas tuvieran que reconciliarse con alguien o tuvieran que reconciliarse con los que les habían afligido 40 años de sufrimiento) entre los que figuran los sucesos del 3 de marzo de 1976 en Vitoria-Gasteiz en los que cinco trabajadores fueron asesinados en un templo, o las últimas penas de muerte firmadas por Ministros franquistas, nunca fueron objeto del debido reproche penal en el Estado democrático. Los autores políticos de estos episodios todavía viven: Rodolfo Martín Villa, Utrera Molina, Fernando Suárez, o reconocidos torturadores de la época. Afortunadamente, la jueza argentina María Servini De Cubría ha considerado estas acciones como crímenes de lesa humanidad y ha iniciado, en virtud de las previsiones de la justicia universal, diligencias para el procesamiento de los responsables de las mismas.

La justicia universal constituye uno de los avances más notables a efectos de dilucidar responsabilidades judiciales en relación a crímenes que por su dramática dimensión o naturaleza deben afectar a la conciencia de la humanidad en su conjunto. El concepto de justicia universal, configurado, además de por otros Documentos internacionales, por el Estatuto de la Corte Penal Internacional del 19 de octubre del 2000 o en la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles inhumanos o degradantes, supone la posibilidad de que en cualquier país cualquier órgano judicial legitimado puede actuar contra cualquier autor de un delito de lesa humanidad cualquiera que sea la nacionalidad de este o su lugar de residencia.

Desgraciadamente, a algunos gobernantes del Estado español la justicia universal les ha resultado políticamente perturbadora de forma sobrevenida. De hecho, en el Estado español ya se ha amortizado esta noción de justicia universal a través de una reforma parcial de la Ley Orgánica del Poder Judicial (la Ley Orgánica 1/2014 de 13 de marzo). La limitación consiste en que solo se podrá actuar en el supuesto de comisión de crímenes contra la humanidad contra: ciudadanos de nacionalidad española, ciudadanos que residen habitualmente en España o ciudadanos cuya extradición haya sido denegada. Es decir, de facto contra nadie. Operación que tiene su origen en la declaración de competencia por parte de la Audiencia Nacional en relación a determinados líderes Chinos por los crímenes del Tíbet.

No conviene olvidar que el Tratado de la Corte Penal Internacional no ha sido ratificado por países que no quieren observarse en el espejo del incumplimiento de sus exigencias bien porque han cometido crímenes contra la humanidad o no renuncian a seguir cometiéndolos (entre ellos nos encontramos con Estados Unidos, China, y algunos más). Lo que no esperábamos es que el Estado español, después de haberlo ratificado formalmente, se desvincule de sus obligaciones a través de esta finta jurídica tan poco sofisticada.

Por si fuera poco la amortización jurídico-política del propio concepto de justicia universal, el Gobierno español está practicando toda suerte de obstáculos, algunos clamorosamente antidemocráticos, para evitar el procesamiento en Argentina de los ex Ministros franquistas y algunos policías de la extinta Brigada Social. Estas maniobras orquestadas en la oscuridad se están realizando mediante el intento de neutralizar la orden de búsqueda y captura de estas personas realizadas por la oficina argentina de Interpol instada por la Juez Servini. Recibida esta orden de busca y captura por la oficina española de Interpol, y acogiéndose a una resolución del año 2010 que posibilita la presentación de alegaciones ante la Secretaría General de Interpol en radicada en Lyon, se presentó una alegación contra la orden argentina que provocó que la Secretaría General de Interpol cursara la orden argentina sin distintivo rojo, lo que supone que los 19 responsables franquistas solo pueden ser detenidos si viajan a Argentina, circunstancia que probablemente no figurará en sus agendas.

A nadie se le escapa que el Gobierno español ha hecho uso de este peculiar privilegio policial para evitar que los responsables de los últimos crímenes del franquismo y postfranquismo no solo no puedan ser detenidos y juzgados en el Estado español sino que se preserve su protección jurídica internacionalmente. El tecnicismo utilizado por el Gobierno del PP se podría solventar de forma muy sencilla: bastaría la voluntad del ejecutivo de Mariano Rajoy de no impedir la ejecución de orden de búsqueda y captura, pero no es previsible que esto ocurra. Y esto, además, no ocurrirá en virtud de declaraciones del Ministro de Justicia que constituyen verdaderas falacias: la invocación dela Ley de Amnistía de 1977 (estas 19 personas no pueden ser amnistiadas porque nunca fueron condenadas) y la eventual prescripción de los delitos (los delitos contra la Humanidad no prescriben).

En todo caso, la atrofia más groseramente antidemocrática de todas estas operaciones se basa en una circunstancia que afecta a la real esencia de los valores democráticos: la subordinación de la actuación de un órgano judicial en el ejercicio legítimo de sus competencias jurisdiccionales a decisiones tomadas por la policía a instancias del ejecutivo. El propio principio de división de poderes y el universalmente reconocido principio de legalidad penal consagran precisamente lo contrario: la subordinación de la policía a las decisiones de la administración de justicia cuando la primera actúa como policía judicial. En los episodios que estamos analizando se observa, paradójicamente, que la Interpol, a través de peculiares resoluciones concedidas pour soi-même, puede imponerse a las resoluciones judiciales.

Charles Luis de Secondat, Varón de Montesquieu, cuando escribió en el año 1748 su obra maestra “El espíritu de las Leyes” acogiendo buena parte del acervo democrático anglosajón, consagró el fundamental perfil de un Estado democrático precisamente en el principio de división de los tres poderes y enfatizando la independencia del poder judicial como instrumento de garantía del correcto funcionamiento de los demás a través de mecanismos de exigencia del cumplimiento de la legalidad. ¿Dónde está la legalidad? No ya la legalidad que dimana de la justicia universal, sino la mera legalidad democrática en los acontecimientos que afectan a las responsabilidades políticas de 19 dirigentes franquistas por crímenes contra la Humanidad. Esto también es parte de la Transición política española.

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